En el Campus de la Universidad Rey Juan Carlos los temidos exámenes de enero han terminado y comienza un segundo cuatrimestre plagado de promesas de asistir más a clase. Durante los descansos, la cantina se abarrota de hambrientos y cafedependientes estudiantes que buscan un rato de alivio en la ajetreada vida universitaria. Una vieja televisión cuelga de la esquina de la cafetería. Las noticias de la guerra entre Rusia y Ucrania siguen bombardeando los medios de comunicación de una manera incesante. Parece que el mundo de verdad va a terminarse. Pese a que el volumen está alto, la televisión no puede competir con el barullo que se forma a las doce de la mañana. Rusia ultima una triple ofensiva para ocupar todo el Donbás… ¡Un café solo y una pulga de tortilla! ¡¿Quieres algo más?! ¡Vais a flipar con lo que me pasó el otro día de fiesta! ¡El de Fundamentos es el peor profesor que he tenido nunca! Quizás sea por la sobreinformación, quizás sea por la lejanía de la guerra, quizás porque cada uno tiene sus preocupaciones. Nadie escucha esa tele que cuelga en la esquina, nadie parece acordarse del conflicto y a nadie parece interesarle.

Las primeras flores de marzo comienzan a abrirse cuando Roberto Vilela llega al aeropuerto de Tiflis con una mochila, una maleta y el ordenador donde compone música electrónica. Para un músico como él su equipo de producción es imprescindible. Vive de ello. Georgia, y en particular su capital, Tiflis, es uno de los templos internacionales de la música electrónica a nivel mundial: los jóvenes peregrinan a los clubs nocturnos y discotecas con una fe casi religiosa. En 2018 el gobierno organizó redadas masivas en los principales lugares de ocio nocturno alegando que eran lugares de tráfico y consumo de drogas, deteniendo a artistas, jóvenes y cualquier persona que se cruzase con la policía. Los jóvenes georgianos acamparon frente al parlamento, convirtiéndolo en una interminable rave donde se concentraron dos mil personas, hasta que el gobierno se sentó con ellos para encontrar una solución. ¿Qué mejor destino podía elegir para instalarse un artista como Roberto que ha convertido la música electrónica en el sentido de su vida desde que organizó hace años sus primeros conciertos en la sala madrileña Specka?

La guerra avanza con la primavera. Ya son cerca de 240.000 las vidas que se ha cobrado esta invasión. Las imágenes de destrucción circulan por las redes sociales ensordeciendo la información con su caótico ruido. Georgia hace frontera con el sur de Rusia y es de los pocos países que aún mantiene abiertas sus fronteras, a diferencia de Finlandia o los países bálticos que las cerraron al poco tiempo de estallar la contienda. La exrepública soviética se encuentra a la misma distancia del frente del Donbás que la que hay entre Cádiz y Bilbao. Para un español mudarse a un país tan cerca del conflicto bélico puede parecer una locura, pero para un artista que se dedica a la música electrónica es una oportunidad. Roberto pensaba encontrarse en Tiflis con la DJ ucraniana Olesia Onykiienko en un festival que había planificado a través de su sello Música Dispersa, pero el estallido de la guerra lo pospuso indefinidamente. Olesia sigue en Kiev.

Al salir del aeropuerto lo recibe un día soleado que nada tiene que envidiar a los de España. Lleva demasiado abrigo, le sobra ropa y se ahoga dentro del jersey, pero la emoción de explorar un nuevo país convierte el sudor en un inconveniente sin importancia. Lo de la “Iberia caucásica” no es solo un decir, piensa Roberto. Media hora de taxi y estará en la puerta del Hostel. Tiflis es una ciudad de contrastes. Su clima pasa por todos los espectros posibles varias veces al día. Por la mañana sale el sol y hace calor, a mediodía llueve y la temperatura se desploma, lo que provoca que por la tarde haga viento y las noches puedan ser gélidas.

Desde el taxi contempla la arquitectura de la ciudad. Las casas bajas tradicionales con balcones de madera comparten espacio con las construcciones de hormigón de los antiguos estados satélite de la URSS. Las nuevas, de influencia moderna con sus diseños metálicos, compiten por los espacios con las iglesias ortodoxas y las fortificaciones de la época en la que Georgia era un enclave estratégico entre China y Europa en la Ruta de la Seda. Nada en la ciudad parece indicar que se encuentra a poco más de diez horas del conflicto que ocupa las televisiones de todo el mundo.

El taxi se detiene frente al Fabrika Hostel. Un gran cartel vertical amarillo gobierna la entrada principal. Es imposible fijarse en un único punto de la fachada: cristaleras enormes que dejan ver el espacioso interior y los altos techos, murales y grafitis de miles de colores que hacen brillar la antigua estructura de fábrica y una gran pieza de piedra amarillenta esculpida con motivos de trabajadores que niega el olvido del antiguo pasado del edificio. Un importante punto de reunión de jóvenes y artistas en el centro de la ciudad, un lugar ideal para Roberto.

La mayoría de los clientes del Hostel son jóvenes bohemios relacionados con el mundo de la música y el arte de diferentes procedencias y profesiones.  Al igual que él, han acudido a Georgia en busca de inspiración y de una forma de ganarse la vida que les permita crecer como artistas. Pero hay un perfil de clientes que lo sorprende. Una cantidad ingente de jóvenes rusos. Se nota que no terminan de encajar ni en el ambiente del Hostel ni en el de la ciudad. Solo se relacionan entre ellos. La limitación del idioma no ayuda, aunque el carácter local permite que la comunicación fluya incluso si no se domina la lengua.

Tras algunos intentos de entablar conversación, Roberto descubre algo común en todos ellos. Han huido de su país para evitar el reclutamiento forzoso que los llevaría al frente. Muchos han cruzado por Verjni Lars, el único paso fronterizo entre Georgia y Rusia. Los atascos kilométricos se convirtieron en rutinarios cuando comenzó la invasión. Desde el comienzo de la guerra, 30.000 rusos se han instalado en Georgia y más de 100.000 soldados rusos han muerto en el frente. “Acoger a la gente que huye del régimen de Putin es una decisión correcta desde el punto de vista humanitario —dijo el presidente del comité de Exteriores de Georgia, Nikoloz Samjardez, en la televisión nacional—. Que los rusos que vengan vean cómo se puede construir un Estado democrático”. Los rusos que llegan pueden asentarse un año sin renovar su situación migratoria, después están obligados a abandonar el país, aunque pueden retornar al día siguiente, prolongando la estancia durante un año más.

Roberto Vilela componiendo con una de sus mesas de mezclas.

Por el simple poder de la estadística, Roberto comparte una de las amplias habitaciones para ocho personas del hostel con un chico ruso. Rubio, pálido, alto y desgarbado, tiene apenas 25 años. Aunque Roberto puede permitirse una de las habitaciones individuales, siempre ha preferido las colectivas. Su carácter curioso y abierto lo impulsa a conocer gente para charlar sobre cualquier tema. Las personas se abren más en la intimidad de la alcoba y es más fácil conocerlas. Sin embargo, el chico apenas se relaciona con los compañeros de habitación y mucho menos con los otros huéspedes del hostel. Pasa largas sesiones tirado en la cama con su portátil o ensimismado por los pasillos ignorando lo que le rodea, incluso a los otros rusos desplazados. Roberto percibe en él un aura de tristeza que prácticamente puede palpar. Un comentario amable por aquí, un cómo estás por allá, un poco de contarle una anécdota de vez en cuando… Los avances en la comunicación son mínimos, pero al menos deja de notarlo incómodo con él.

Una tarde, con el sol ya oculto tras la ventana, Roberto descansa en la litera con su portátil apoyado en las rodillas. Ha intentado una vez más ponerse en contacto con Olesia, su amiga ucraniana. La última vez que pudo chatear con ella le dijo que el ejército ruso había arrasado con la mitad este del país. Eso fue al principio de la guerra. Roberto no sabe si alguna vez volverá a saber de ella. Hace semanas que no le contesta a los correos ni a los mensajes. Intenta no ponerse en lo peor. Puede que Olesia tenga problemas de conexión porque los rusos han cortado las principales vías de comunicación. Ya ni siquiera puede recordarla ante la mesa de DJ. La ve con ropa militar y un fusil de asalto, como una más de las 57.000 mujeres soldado alistadas en el ejército ucraniano, aunque sabe que defiende las calles de Kiev desde la retaguardia mientras cuida de su familia.

Roberto desplaza la mirada por la habitación. La luz tan especial del ocaso aporta unas texturas casi mágicas al ambiente. Para él, este siempre ha sido el momento perfecto para crear. Pese a que no tiene ánimo, se coloca los auriculares y abre el programa de edición y composición de sonido. La melodía electrónica en la que trabaja escapa de los auriculares y retumba suavemente en la habitación vacía. Está tan concentrado que no percibe la llegada de su compañero ruso. Lleva el móvil en la mano y tampoco es consciente de la presencia de Roberto. La conversación telefónica, en susurros, saca a Roberto de su ensoñación creativa. No entiende una palabra, pero el fuerte sonido que escupe el altavoz del teléfono y las nerviosas respuestas del muchacho indican que se trata de una pelea. El tiempo se congela durante los escasos cinco minutos de una conversación que termina con gritos de recriminación y furia. El muchacho cuelga el teléfono y estalla en sollozos. En ese momento percibe la presencia de Roberto. Por primera vez desde que comparten habitación, se acerca a hablar con él.

Ni siquiera toma aire. Vomita las palabras en un inglés atropellado. Se llama Max. Él no era soldado. No sabía disparar, dice. Había estado hablando con su padre. Lo primero que le dijo fue cobarde, dice. Luego, deshonra para la patria. Desertor. Las lágrimas, dice. Él era estudiante. Gracias a que había salido de Rusia con anterioridad tenía el pasaporte internacional y pudo escapar cuando comenzaron las llamadas al frente. Él no era soldado. No dudó en usar el dinero que había ahorrado para estudiar cine en la universidad. Su padre lo había llamado cobarde. Quería escapar del infierno al que se veía condenado. Y desertor, dice. Él era estudiante. Las lágrimas, repite. Las lágrimas de su madre cuando se fue. No tenía contactos fuera de Rusia. Él quería ser estudiante. No sabía disparar, dice. Georgia es de los pocos países cercanos que no había cerrado las fronteras. Él no era soldado. No quería disparar. No quería matar a nadie. No era soldado. No quería que lo mataran, dice. Sólo quería entrar en la universidad. Quería ser cineasta. En un futuro que ahora era imposible de imaginar. ¿Era un cobarde por eso?, dice.

Las lágrimas riegan su rostro y con ellas parece desprenderse del peso que lleva cargando varias semanas. Max explica que no tenía escapatoria. Explica que abandonar el país ante las campañas de reclutamiento que hace el Kremlin supone ser visto como un enemigo del gobierno. Explica que el único modo de huir de la guerra es demostrar una enfermedad grave o ser universitario. En este caso las autoridades conceden una prórroga que queda reflejada en un documento específico que demuestra la situación particular. Documento que Max no pudo conseguir porque aún no se había matriculado. “No tenía escapatoria”, dice. En ocasiones, los padres que ven huir a sus hijos los ayudan con su propio dinero. En otras, los tachan de cobardes. Cuando los hijos logran escapar, el gobierno ruso no da respiro a las familias. Las acosan. Les envían mensajes de advertencia. Hacer frente al régimen de forma oficial supone penas de prisión de entre 10 a 15 años. Abandonar el país no solo conlleva vivir con incertidumbre para los que huyen, también para los familiares que se quedan. “No tenía escapatoria”, repite. Roberto no sabe qué hacer. Solo puede escuchar e intentar improvisar palabras amables. No es tu lucha, haces lo correcto, a veces hay que seguir nuestro propio camino, pese a lo que diga tu padre, no es tu responsabilidad pelear en una guerra que no tiene sentido. El muchacho tiene los ojos rojos. Pero ya no llora. Lo mira fijamente. ¿Qué harán si no regreso? ¿Cuánto me durará el dinero de mis estudios? ¿Podré volver a casa? ¿Vendrán a buscarme? ¿Me delatará alguien? ¿Y si regreso ahora?

A cinco mil kilómetros la vida sigue su curso. Otro lunes más en Madrid, otro martes que el Cercanías lleva retraso, otra semana que toca ir a clase. Coger el transporte público para llegar puntual a la universidad es una auténtica aventura, tener la suerte de ir sentado un deseo y no ir como piojos en costura un milagro. En el mejor de los casos el metro se para en Loranca durante unos minutos para el cambio de conductor. En el peor de los casos toca desalojar los vagones para cambiar de tren, lo que implica llegar tarde y tener que dar explicaciones al profesor de turno. La sombra de los TFG y TFM acecha en cada esquina. Hasta los alumnos más procrastinadores empiezan a notar que va tocando dar medio palo al agua. En la cafetería la tele escupe las noticias sobre la guerra de Ucrania. Ya forma parte de la cotidianidad universitaria. Alguien la apaga.

En el centro Max y Roberto Vilela en una foto personal en Fabrika Hostel.

En Tiflis, Roberto se despierta solo en la habitación. Por un momento teme que su compañero se haya marchado, pero ve que sus cosas todavía siguen en el cuarto, al lado de su cama. Se viste y se dirige cabizbajo al hall del hostel. Se sienta en uno de los sillones del salón, mientras observa que los huéspedes salen de sus habitaciones para desayunar en el comedor. La mayoría se junta en pequeños grupos. Ríen y charlan entre ellos. El comedor se llena, las mesas se ocupan y todo el mundo parece disfrutar del inicio de un nuevo día en la maravillosa ciudad. De repente, siente tal impotencia que se levanta de su asiento y camina de un lado a otro sin ton ni son. Alguien choca con su hombro y lo desplaza unos pasos hacia atrás. Alza la vista y ve a un hombre joven de no más de 30 años. Lo primero que le atrapa son sus ojos, tan azules como el cielo de Tiflis, que le sostienen la mirada. Lleva una camiseta gris y unos vaqueros desgastados. Agacha la cabeza, murmura algo parecido a una disculpa y desaparece por las escaleras de la recepción. El mostrador, habitualmente tranquilo y solitario, está abarrotado: una larga y desordenada fila de espera formada por hombres de entre 20 y 40 años. Todos son rusos. Caras con profundas ojeras, posturas encorvadas por el cansancio de varios días. Algunos llevan una mochila o un saco de acampada colgando de sus hombros. Firman el check-in y cogen las llaves de sus habitaciones. No hablan entre ellos. Miran el móvil. Leen las noticias o consultan sus redes sociales. Roberto nota la preocupación en ellos, la alarma e incluso la ira. Varios se alejan para hacer una llamada, aferrándose a sus teléfonos como si su vida dependiera de ello. Aquellos que no reciben respuesta guardan el móvil, derrotados, y regresan al tumulto del mostrador. Roberto deja atrás la fila de hombres desolados y sigue su camino hacia el comedor. Los huéspedes que ya están sentados, a los que conoce, lo reciben con sonrisas, pero no tiene fuerzas para devolverlas. No puede concebir sentarse a desayunar como si fuera un lunes, un martes, otro día más. Decide volver a la habitación. Va a intentar conectar con Olesia.

El aroma a café recién hecho inunda la cafetería del Campus de Fuenlabrada. En la radio suena Flowers de Miley Cyrus. El camarero no puede evitar seguir el ritmo con las caderas. Frente a la barra, la televisión muestra imágenes del informativo matinal. No tiene sonido. Si lo tuviera, se podría escuchar al presentador decir que, en Georgia, Armenia, Azerbaiyán y otros países fronterizos con Rusia, la llegada de desertores está provocando un alza de precios generalizada, especialmente en el alquiler de pisos y tensiones entre los locales y los recién llegados. La pantalla muestra a un activista residente en Georgia. Según el rótulo que aparece bajo su imagen se llama Mikhayll Ulianin. Nadie puede oírlo, pero si alguien lo oyera escucharían esto: «Georgia está ocupada por Rusia, igual que parte de Ucrania sigue ocupada por Rusia, por eso no son bienvenidos aquí como amigos o hermanos. Si quieren cambiar algo en su país, si no están de acuerdo, y si están en contra de la guerra, deben abordar estos problemas en casa». El camarero sube el volumen de la radio. Flowers suena en todo su esplendor.

La habitación está vacía. Ya no están las cosas de Max. Ha dejado la cama sin hacer. Roberto busca sobre ella una nota de despedida que sabe que no encontrará. Extrae su ordenador de la maleta. Se sienta en la cama, lo conecta. Intenta una nueva videoconferencia con Olesia.

Un reportaje de Ainhoa Espada, Sara Hincapié y Juanma Díaz

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