La peluquería Jade es un pequeño local ubicado en pleno barrio de Malasaña. Una sala cuadrada con las paredes pintadas de color azul claro. Una de ellas está decorada con una imagen en blanco y negro de Guilin, una ciudad al sur de China donde el clima tropical ha cubierto el paisaje montañoso de frondosos bosques. Un hombre y una mujer regentan el negocio. Ella, de finos rasgos orientales, es peluquera desde hace más de veinte años. Él, un español medio que ronda los cuarenta, se ocupa de cobrar a los clientes, lavarles el pelo y barrer el suelo después de cada corte. Como en la mayoría de negocios regentados por chinos, trabajan jornadas muy largas. La peluquería abre a las diez de la mañana y cierra alrededor de las nueve de la noche. Sólo descansan los martes. A veces a Lisa y a José Carlos Serna, al que todos conocen por Jose, los visitan vecinos del barrio o amigos y pasan un rato de charla. Si son chinos en chino. Si son españoles en español. A los clientes se dirigen en castellano, pero hablan en chino entre ellos porque Jose aprendió el idioma tras una larga estancia en China.
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Cuando tenía 16 años era muy aficionado al cine de artes marciales y comenzó a practicarlas. Dice que porque quería ganar confianza en sí mismo y aprender a protegerse. José Carlos Serna no era un gran estudiante y no sabía a qué quería dedicarse. A los 23 años afrontó lo que considera “el reto de su vida” y viajó a China con una compañera del dojo. No hablaba el idioma y tenía un nivel muy básico de inglés. Su destino era el Templo Shaolin, y su objetivo, profundizar en las artes marciales, que después de siete años de práctica era lo único que le interesaba. El camino no fue sencillo. El templo era un monasterio de 1500 años de antigüedad escondido en la montaña Shaoshi de la provincia de Henan, en el centro del país. Hoy es un lugar turístico, pero cuando Serna aterrizó en Shanghái era un territorio desconocido para los occidentales. No sabía qué hacer ni con quién contactar y continuó en tren hacia el interior del continente porque era más económico. Casi mil kilómetros de viaje. “Pasé unas cuarenta horas en un vagón hasta llegar a mi destino”, dice.

La rutina de entrenamiento en el templo fue implacable desde el primer momento: “Nos levantábamos a las cuatro de la mañana para correr hasta una cueva que estaba a unos dos o tres kilómetros. Volvíamos y hacíamos una rutina de movimientos básicos. Después desayunábamos y sólo entonces podíamos descansar un poco”. A continuación, realizaban otras dos horas de trabajo físico. Comían, descansaban, entrenaban de nuevo y más tarde, por la noche, otra hora de ejercicio. Unas siete horas diarias. “Las condiciones climatológicas eran muy duras ─añade─. En invierno estábamos a menos quince grados y en verano se alcanzaban los cuarenta”. Lo que en un principio iba a ser una aventura de un mes se alargó tres años. Pese a que fue designado como representante del templo en diversas competiciones de Wushu moderno, no se sentía satisfecho. “Acumulaba conocimientos y formas, pero no les veía ninguna finalidad”, dice. Después de tres años de vida casi monacal, decidió abandonar el Templo Shaolin.
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El dojo es una sala cuadrada. Tiene espejos en una de las paredes y sacos de boxeo que cuelgan del techo en la contigua. La luz del sol entra por una claraboya y se despliega por el tatami. Hay diez personas descalzas sobre él. El ambiente está cargado de sudor después de horas de entrenamiento. La voz de José Carlos Serna se proyecta por la sala sobre la música rap que resuena por los altavoces. “Uno, dos, golpeo, recojo. Uno, dos, golpeo, recojo”, indica una y otra vez. Realiza los movimientos y luego observa la repetición que realizan los alumnos. Es un hombre de estatura baja y pelo escaso y cano. Viste pantalones cortos y una camiseta que durante la sesión se ha ido marcando de sudor. Enseña Xing Yi Quan ─el arte marcial que practica desde hace veinte años─ dos veces a la semana en un local cerca del metro Plaza de Castilla. Son sesiones duras de golpes, movimientos y combates de uno contra uno.

Los alumnos se distribuyen en pareja por el tatami. Se mueven por la sala pendientes de su oponente y de no chocar con otras parejas. A veces se dan consejos entre ellos, a veces es Serna, que los sigue con la mirada, quien lo hace. A los pocos minutos cambian de pareja. Un tipo alto vestido de negro indica a su contrincante, un adolescente chino, cómo puede mejorar la postura para golpearle de forma más eficaz. Es un grupo diverso, formado por hombres y mujeres de entre treinta y sesenta años y un adolescente. Es Zhengyu, hijo de Lisa, la mujer de Jose. Al término de la sesión algunos alumnos se reúnen en un bar vecino. El ambiente entre ellos es distendido y cercano. “Para pegarte tienes que ser amigo ─dice Carlos, uno de los alumnos─. Debes pensar que tu contrincante te está ayudando en tu desarrollo”. El Xing Yi Quan, también conocido como Xingyi, es un arte marcial que se creó durante la dinastía Ming, alrededor del año 1700. Estaba orientado a la infantería militar. “Los movimientos y formas son muy compactos, y los golpes van dirigidos a acabar rápidamente el combate”, explica Serna y añade que quienes practican Xingyi son personas que llevan años estudiando otras artes marciales y están acostumbrados al esfuerzo y la constancia.
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La campanilla de la puerta lo alerta de que ha llegado el primer cliente de la tarde. Se levanta de la silla que ocupa junto a la caja registradora y le da la bienvenida. El hombre deja su mochila en un asiento de cuero bajo la cristalera del local. Se sorprende cuando José Carlos Serna avisa a Lisa mediante una larga parrafada en chino. Ella, que descansa en una dependencia aledaña, le responde también en chino y sale. Lleva el pelo recogido con una pinza, se acerca al cliente y le pregunta en castellano cómo quiere el corte. Lisa y Jose se conocieron hace siete años. Él daba clases de español para chinos en una escuela de idiomas y Lisa, que vivía en España desde 2008, quería perfeccionar el idioma. Hace dos años, después del COVID, trajeron al hijo de ella, Zhengyu, a España. Lisa y Jose hablan en chino entre ellos, pero en español con Zhengyu para que se acostumbre al idioma. Cambian al chino cuando algún concepto es demasiado complejo o difícil de comprender para el muchacho.

“¿Así está bien?”, pregunta Lisa tras apagar la maquinilla. El cliente se mira en el espejo, responde afirmativamente, se levanta del sillón y se estira hacia la mochila que había traído. “¿Le cobro?”, ofrece Jose. Hay días en que, si el cliente es amigo, pasan “diez o quince minutillos charlando de cualquier cosa”. Normalmente la clientela es gente del barrio. A veces acude algún turista o estudiante, otras la ocasional señora mayor que quiere ir bien peinada a una boda o una comunión. Mientras el cliente se despide, Lisa coge el secador y lo utiliza para limpiar el pelo que ha caído durante el corte.
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Tras abandonar el Templo Shaolin, Serna se trasladó a Xian, una ciudad de diez millones de habitantes, capital de la provincia de Shaanxi, punto de partida de la histórica Ruta de la Seda. Quería hacer una vida normal: tener un trabajo, una casa. Empezó a dar clases de conversación en la universidad con estudiantes de nivel medio-alto de español. Estuvo alrededor de un año buscando otro estilo de kung fu que lo llenase y finalmente, por medio de un contacto, encontró al maestro Run Yan Nian, con quien estuvo entrenando diez años y por quien muestra un gran respeto. En la Gran Mezquita de Xian, que está ubicada en el centro de la ciudad antigua, rodeada de murallas, él era el único alumno. Ajustarse a una nueva metodología de entrenamiento fue difícil. Durante el primer año estuvo repitiendo un único movimiento. “Se trataba de un estilo más tradicional, en el sentido de que son muy pocos movimientos, pero con muchísima frecuencia de repetición ─dice─, mientras que el entrenamiento en el Templo Shaolin tenía gran variedad de formas”. Serna defiende la lógica de la repetición, pues entiende que esa es la única manera de alcanzar la perfección de una maestría para la que se necesitan diez, quince o incluso veinte años. Durante una década Jose estudió chino por las mañanas y entrenó por las tardes. Luego trabajó como guía turístico en Xian y en otras ciudades de China. Hoy sigue actuando como enlace entre agencias chinas y españolas. En otoño recorrerá algunos de los lugares más emblemáticos de China con un grupo de turistas.
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Zhengyu vuelve del instituto con las notas del curso en la mano. Está en primero de la ESO y es su primer curso escolar en España. Tiene 13 años. Entra en la peluquería y le entrega las calificaciones a Jose, quien las lee detenidamente y le hace algunos comentarios cariñosos. Ha suspendido algunas asignaturas, pero se muestra comprensivo con él porque es mucho temario para un chico que aún no controla el idioma. Zhengyu pasó su primer año en España estudiando español. Dice que las conversaciones cotidianas le resultan fáciles, pero que hay temas del instituto que le cuesta mucho entender. Ahora que el curso ha terminado dedica de una a dos horas diarias a repasar el contenido de distintas asignaturas: Biología, Geología, Lengua, Matemáticas… “Cada día una cosa”, dice. Practica también Jiu-Jitsu Gi (con kimono) y No Gi (sin kimono) además de acudir a las clases de Xing Yi Quan que imparte Jose. Su padre adoptivo dice que es muy nervioso y que la actividad física le ayuda a descargar la energía que le sobra.

Cada día, tras cerrar la peluquería, Jose baja al sótano del local, al que se accede bajando unas escaleras estrechas y empinadas. Es una sala pequeña con el suelo de baldosas moteadas. Funciona como almacén y como lugar de entrenamiento. Jose utiliza como saco de boxeo una de las paredes que da a la frutería china contigua. El hormigón está descolorido después de tantos golpes y se puede intuir dónde los concentra. Durante una hora repite los movimientos que aprendió en China bajo las enseñanzas de Run Yan Nian. Es difícil dejar de lado la disciplina que le inculcó el maestro. Muy pocos días se permite saltarse la rutina. Sólo cuando ha tenido una jornada agotadora en la peluquería o tal vez si sale a cenar con su pareja e hijo. Dice que después de veinte años es algo natural en él, como respirar, y que si no entrena le falta el aire. El Xing Yi Quan, explica, es un estilo que se apoya en la fuerza y la velocidad físicas, pero que también beneficia internamente a quien lo practica. “Te hace una persona mucho más segura, te da más confianza en ti mismo ─afirma─. El dojo es un sitio donde desfogarte, donde deshacerte del estrés del día a día”. Habla de algunos de sus alumnos, gestores o informáticos, que pasan muchas horas sentados en empleos psicológicamente estresantes. Él no suele sufrir estrés, aunque apunta que en alguna ocasión las artes marciales le han ayudado a mantener la calma en situaciones complicadas sobre las que no quiere extenderse. En la peluquería su rutina es larga y monótona, pero la disfruta. “Al final es como estar en casa. Vienen amigos chinos de Lisa o gente del barrio, charlamos tranquilamente ─dice─. Es un concepto muy de los negocios chinos. La gente piensa que están todo el día ahí, trabajando, pero es como estar en casa. No es algo que dé rabia”. Recorre la estancia con la mirada ─los tres puestos de corte de pelo, los dos de lavado y los dos de arreglo de pies─ hasta detenerse en la imagen en blanco y negro de Guilin sobre la pared del fondo, y añade: “Esta es mi casa también”. A la hora de comer, cuando hay menos ajetreo, Jose y Lisa aprovechan para descansar. Él se sienta ante el ordenador y ve Juego de Tronos. Ella, en la dependencia aledaña, “una de sus telenovelas chinas”.
Un reportaje de Laura Espejo Segador
Imagen de portada creada con la IA de Bing




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