Dos años después, frente a la periodista que no deja de hacerle preguntas en un café de una plaza de Malasaña, el director y actor Marco Magoa se ve obligado a recordar el instante exacto en el que recibió la llamada telefónica. Jartum, donde había llegado hacía poco más de un mes, todavía era para él una ciudad remota dividida por un aeropuerto. Una larga cicatriz que separaba el barrio en el que se alojaba, lleno de modestas construcciones de dos plantas diseminadas sobre calles de arenisca amarillenta, casi roja, del gran teatro en el que tendría lugar la función, el Friendship Hall, un complejo de edificios modernos frente a la isla de Tuti, donde se unen las aguas del Nilo blanco y el Nilo azul, y la sala de ensayo a la que se dirigía, unos kilómetros más al oeste, donde lo aguardaban los intérpretes sudaneses que había seleccionado para Kandake Amanirenas, el espectáculo que lo había llevado a recorrer los más de cinco mil kilómetros que separan Madrid de la capital de Sudán.
El teléfono sonó mientras esperaba el taxi colectivo. “No te asustes si te meten en el calabozo”, dijo la voz del funcionario de la embajada española.
Un anciano con turbante y galabiya insistió en pagarle el billete. Le sucedía con frecuencia. No se negó. El hombre se habría sentido ofendido si no hubiese aceptado el gesto de hospitalidad. Apenas había visitantes occidentales en Jartum más allá de los representantes diplomáticos y los empleados de empresas petrolíferas, la principal fuente de ingresos del país. Sudán está inmerso en un largo conflicto que ha dañado la industria cultural y el turismo, que representa solo el 2,4 % del PIB, a diferencia de su vecino Egipto, donde alcanza el 12%. En 2019 una protesta masiva provocó la caída del dictador Omar al Bashir que llevaba treinta años en el poder. Lo sustituyó un gobierno militar, encabezado por el general Abdel Fattah al Burhan, líder del ejército. Desde entonces son frecuentes las movilizaciones sociales que exigen medidas democráticas y un gobierno solo de civiles, como la de junio de 2022, en la que habían participado varios de los actores y actrices de su obra unos meses antes de su llegada.
Mientras guardaba su teléfono en el bolsillo, sentado junto al anciano del turbante y dos mujeres cubiertas con el toub, el vestido tradicional sudanés de una sola pieza, Marco Magoa recordó la pick-up cargada de hombres armados hasta los dientes que vio justo al salir del aeropuerto de Jartum. Sintió con más intensidad que nunca el calor en la piel, el olor pegajoso de los neumáticos, el polvo anaranjado que había entrado en sus pulmones al paso de los coches, y supuso que, dada la situación en la que se encontraba, debía asustarse.
Pero no se asustó.
─¿Qué ocurrió en Sudán, Marco?
La Plaza de San Ildefonso está casi vacía a esta hora de la mañana. Marco Magoa se demora unos segundos antes de responder. Entorna los ojos azules y esboza una sonrisa. La sonrisa de un niño que esperaba una pregunta para la que ya tenía respuesta.
─En Sudán ocurrió algo maravilloso.

Era la cuarta vez que visitaba Sudán. En 2020 estuvo con otra obra, La muerte de Zeus. Marco Magoa lleva más de veinte de sus 52 años produciendo y dirigiendo espectáculos en el mundo árabe con intérpretes locales y el apoyo de embajadas, universidades e instituciones internacionales. Ha viajado a Marruecos, Túnez, Egipto, Jordania, Mauritania, Namibia… Debe ser el único director y actor español que habla y escribe árabe perfectamente. Lo estudió en la Escuela Oficial de Idiomas llevado por un interés desmedido por la lengua que nunca ha sabido explicar del todo. Dice que su trabajo teatral aborda temas del presente que le preocupan, que es una necesidad para él “entender el mundo”, que “la censura y el amor, el sexo y la muerte, los derechos humanos, las guerras, los oprimidos, la búsqueda perpetua de la libertad y el deseo del ser humano de comprenderse” son ideas recurrentes en sus textos y que intenta presentarlos a través de “un lenguaje poético conmovedor, pero también épico y contemporáneo”, que surge de su admiración por los clásicos. Kandake Amanirenas, la obra que lo había traído de nuevo a Jartum, contaba con el apoyo de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), del Goethe Institut, del Institut Français y de la Embajada de España en Sudán. Recibió la llamada del funcionario de la embajada cuando faltaban tres días para el estreno.
─¿Te has enterado?
─¿De qué?
─Te han sacado del armario.
─…
Marco Magoa es gay. Nada extraordinario en esta plaza de Malasaña. Tampoco en los países árabes que ha visitado, en los que nunca ha tenido problemas por su orientación sexual, puesto que nunca nadie le preguntó por ello “porque a nadie le importaba”. Sudán es, sin embargo, uno de los treinta y dos países del continente africano que aún criminaliza a la comunidad LGTB. Hasta 2020 el delito de sodomía estaba penado con cien latigazos y cinco años de prisión. La reincidencia, con cadena perpetua o incluso la muerte. La modificación del artículo 148 del Código Penal excluyó la pena de latigazos y la condena a muerte, pero no la de prisión que aumentó a siete años y castiga la reincidencia con la cadena perpetua. Nadie sale del armario en Sudán por voluntad propia.
La voz del funcionario al otro lado del teléfono le explicó que el problema lo había provocado una influyente periodista conocida por su radicalismo islamista que denunció a través de las redes sociales que la obra de teatro era “una exaltación de la homosexualidad” y estaba interpretada por “lesbianas y gays sudaneses”. No era cierto ─ni los intérpretes eran homosexuales ni la historia abordaba la homosexualidad─ pero la fake news ya circulaba de teléfono en teléfono y había llegado hasta algún departamento oscuro del gobierno. Magoa debió pensar en sus actores y sus actrices y en la sesión de fotos promocionales que habían realizado unos días antes en un jardín repleto de árboles frondosos. Vio de nuevo los trajes que portaban, de tonalidades amarillentas y anaranjadas, como la arenisca que cubre la mayor parte de Jartum, y los estampados dorados y los motivos de leopardo sobre el verdor de los árboles cargados de hojas y de unas vainas enormes y oscuras que doblaban las ramas, y los sintió en peligro.
─De momento el estreno queda cancelado.
─¿Qué hago? Voy camino del ensayo. ¿Lo suspendo?
─No. Pero no digas nada a los actores.
─Pero si ya lo sabrán. Todo el mundo tiene Facebook aquí.
─Tú no digas nada. El gobierno nos ha pedido el texto para revisarlo.
─¿Qué quieres decir con eso?
─Que esperes hasta que nos digan algo.
Bajó del taxi colectivo y miró hacia la galería de arte y centro cultural Savannah. La entrada estaba custodiada por una patrulla de la policía. No era lo habitual. Tras solicitarle la documentación, los agentes le expusieron que estaban allí para prevenir posibles altercados. También les habían pedido la documentación a sus intérpretes, a los que encontró en la sala de ensayo ─algunos sentados en sillas plegables de madera que habían dispuesto en semicírculo, otros de pie algo nerviosos─ tras recorrer el pasillo aledaño al hall en el que aparecía el nombre de la galería sobre una pared pintada de un naranja que le pareció elegante la primera vez que lo vio y que ahora le provocó una sensación de desasosiego. Omnia Fatehe, la protagonista de la obra, se acercó a él.
─Tenemos que hablar contigo.
─Claro. Lo entiendo.
Marco Magoa se sentó en silencio en uno de los extremos de la media luna de sillas con la certeza de que su obra había terminado antes de empezar. Pero eso no le importaba lo más mínimo. Le importaban los cinco actores, dos actrices y dos bailarines que había seleccionado un mes antes en la misma sala en la que se encontraban. Contempló el rostro de Omnia Fatehe apenas un segundo. Ella siempre había liderado el grupo. Madre de dos hijos, era una de las actrices más respetadas de Sudán. Pese a todo, parecía serena.
─Estamos contigo en esto ─dijo─. No nos importa tu vida privada.
─…
─Tampoco nos importa lo que digan de nosotros. No nos dan miedo.
─…
─Vamos a seguir con los ensayos.
En ese momento Magoa creyó ver de nuevo en el semblante de la actriz ─el mismo gesto orgulloso, la mirada altiva y firme que motivó su selección en el casting─ la majestuosidad del personaje que interpretaba en la obra, la reina Amanirenas, soberana del Reino de Kush, que luchó contra el Imperio Romano en batallas feroces que duraron cinco años hasta que las fuerzas de César Augusto se retiraron. Han pasado dos mil años desde aquellas batallas, pero Amanirenas, encarnada en esta mujer madura que lo miraba con gesto cómplice, seguía luchando en otra guerra, valiente y orgullosa.

La Plaza de San Ildefonso empieza a llenarse de gente. Los cafés y desayunos han dado paso al bullicio de las cervezas en las mesas de al lado.
─No nos dan miedo, dijo Omnia ─dice Magoa─. Y estaban arriesgando sus vidas por mi obra de teatro. ¿No te parece valiente?
─…
─A eso me refería cuando te dije que en Sudán pasó algo maravilloso.
─¿Y tú? ¿No sentiste miedo?
─Yo soy un kamikaze.
Y se echa a reír.
Cuando tiempo después volvió a sonar el móvil, la electricidad se había ido en el apartamento que había alquilado en la parte alta de una tienda de telas tradicionales y no funcionaba el aire acondicionado. A Marco Magoa lo asaltó una sensación que no supo definir entonces, quizás aturdido por el calor, pero que le resultaba conocida: ese sentimiento recurrente de decepción y abandono que le acompañaba desde que a los 19 años compartió en una cena familiar su orientación sexual y su determinación de dedicarse al teatro y que, mientras observaba el número de la embajada en la pantalla, se mezclaba, reconfortándolo de algún modo, con el recuerdo del valor sereno que le habían trasmitido sus actores.
─¡Marco! ─dijo el funcionario─ El gobierno ha aprobado el texto. Se lo debemos a la directora del teatro, que les ha dicho que la decisión de exhibir o no la obra es exclusivamente de ella.
La había visto una sola vez cuando lo recibió en una oficina impoluta de la segunda planta de uno de los imponentes edificios del Friendship Hall, construido gracias a la financiación del gobierno chino, que no deja de invertir en África en busca de materias primas. Habían intercambiado apenas unas palabras protocolarias de bienvenida. Vestida con el toub tradicional sudanés, le había parecido una mujer correcta, amable, elegante. Ahora sabía que, además, la directora del teatro compartía una cualidad con sus actores. También era valiente. Colgó el teléfono al funcionario y, en ese momento, bajo un calor pegajoso que parecía emanar de las paredes, empapado en sudor a 42 grados, supo que no estaba solo.
─Ese apoyo no lo he tenido en España ─dice Magoa en la Plaza de San Ildefonso─. El año pasado tenía casi cerrado el estreno de una obra de temática LGTB en el Teatro Jovellanos de Gijón, mi tierra, y, en fin, me llamó el programador y me dijo que en el teatro ya no entraba nada LGTB. Me quedaba fuera de la programación. Por gay, supongo. Un cambio en el Ayuntamiento. Ahora gobiernan el PP y Vox.
─Allí no pasó nada maravilloso, ¿no?
─…
El director sonríe. No es la sonrisa de niño grande que ha mantenido durante casi toda la conversación.
La plaza está llena de jóvenes que charlan y beben desinhibidos. Una señora mayor acarrea dos bolsas del Mercadona desde la Corredera Alta de San Pablo. Un grupo de turistas franceses, que sigue disciplinadamente la sombrilla roja del guía, le acaba de ceder el paso. A lo lejos dos hombres se besan en los labios frente a la iglesia de San Ildefonso justo al lado de la estatua de bronce de la Joven Caminando, inmóvil y ajena a la efusión de la pareja, como el anciano del bastón que se detiene bajo un árbol a saludar a un conocido, como el resto de viandantes que se desplazan en la cotidianeidad de esta mañana soleada de Malasaña. Nadie repara en ellos. Nadie los mira porque a nadie le importa. Magoa tampoco los ve. Puede que hable de sus actores, de las tonalidades amarillentas y anaranjadas del vestuario que eligió para ellos, y del efecto de los estampados dorados y los motivos de leopardo sobre el verdor de los árboles cargados de hojas y de unas vainas enormes y oscuras que doblaban las ramas durante la sesión promocional de fotos.
Entonces se interrumpe y dice:
─Hay mujeres y hombres en el mundo árabe que tienen mucho que perder pero que son capaces de arriesgarlo todo. Incluso la vida.
Había llegado al teatro en un coche oficial porque en la embajada estaban preocupados por su seguridad. Pero no pasó nada. El control rutinario a la entrada del complejo de edificios del Friendship Hall, cierto calor que aún conservaba el suelo asfaltado, la humedad del Nilo cercano que impregnaba el paseo de palmeras y los cercos de jardines frente al teatro… Sus nueve actores se concentraban entre bambalinas absortos en sus personajes. Nunca le pareció más hermoso el vestuario que lucían. Era como si lo ocurrido durante los últimos tres días se hubiera desvanecido en el olvido o como si nunca hubiera sucedido. Corrió el telón con cuidado de no ser visto y observó las mil butacas del teatro: no cabía un alma. Intentó localizar a los cuatro agentes de incógnito que había enviado la embajada para prevenir el acto de algún exaltado dentro de la sala y no lo consiguió. Pero identificó a numerosos dirigentes políticos y culturales del país, hombres vestidos con elegantes galabiyas y a la europea y mujeres con toub coloridos o de un blanco inmaculado. Entre ellas, Alaa Salah, una de las líderes de la revolución universitaria de 2020, sentada junto a su hermana. Respiró hondo y recordó, como le ocurría siempre en los estrenos, la primera vez que se subió a un escenario en una función en La Laboral de Gijón hacía casi cuarenta años. Mantuvo el recuerdo en sus pulmones. Pero no mucho rato. La función estaba a punto de comenzar.
En la Plaza de San Ildefonso, en esta mañana soleada que está a punto de convertirse en tarde, Magoa acaba de decir que este año viaja por primera vez a Argelia con un nuevo espectáculo en árabe y castellano que se titula Para No morir y que, además de dirigirlo, participará como actor junto a profesionales locales.
En este instante mira abstraído a la periodista.
─Perdón, ¿qué me decías?
─¿El teatro puede cambiar el mundo?
Se toma unos segundos para contestar.
─Creo que no. Pero el teatro es capaz de dos cosas: construir algo hermoso o escupir sobre tu tumba. Un acto de amor o un acto de venganza. Yo prefiero el amor.
Un reportaje de Alejandra Moreno del Castillo
Imagen destacada creada con la IA de Bing





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