Esther Chapero sufrió un brote de artritis a los 18 años justo antes de la selectividad. En menos de una semana no podía ni comer sola. A Emilio Donaire le detectaron un cáncer de garganta en pleno inicio de la pandemia. Tuvo que someterse a tres operaciones y una traqueotomía cuando estar dentro de un hospital era más peligroso que estar fuera. Con solo 14 años, la espondilitis apareció en la vida de Antonio González en forma de unos fuertes dolores en las lumbares. No había tratamiento ni un diagnóstico certero. La enfermedad siempre acecha desde las sombras, desgastando el cuerpo, enfermando la vida. Algunas dan la cara tras los excesos a los que se somete el cuerpo, fumar, beber, trabajar… Otras aparecen sin ningún motivo aparente, sin que nadie las haya llamado: alguien perdió la lotería genética. Hay enfermos que no consiguen sobreponerse. Otros no se derrumban porque no pueden permitírselo: hay una familia que mantener. En todos los casos, la ayuda psicológica aparece como necesaria para poder sobrellevarlo. Las asociaciones de enfermos juegan un papel fundamental para estas personas.

La vida con cáncer de garganta

Todo cambió en un instante para Emilio Donaire cuando en febrero de 2020 le diagnosticaron cáncer de garganta. La noticia lo arrolló. De la noche a la mañana tuvo que hacer frente a una enorme carga que lo aplastaba. Lo operaron la primera vez un 9 de marzo, poco antes de que se decretase el confinamiento provocado por la COVID-19. Los médicos no dejaron que se quedase en el hospital ingresado. Con un sistema inmunológico tan débil no podían arriesgarse a que también se contagiara del virus. Era más peligroso estar dentro que fuera del hospital. En casa, su garganta no mejoraba. Le dolía al tragar, le dolía al intentar hablar, le dolía al respirar. “Cada aliento que tomaba… de fuego”, recuerda. Acudió a urgencias temiendo lo peor. Pasó de nuevo por quirófano. Salir vivo de ahí fue un auténtico milagro. Tuvieron que cortarle parte de la yugular por las complicaciones que surgieron y colocarle una válvula en la garganta. Comenzaba otra vida.

Los primeros meses fueron un infierno. Había perdido la capacidad de hablar, de reír, de tragar. Cuando lloraba, surgían lágrimas mudas de sus ojos. Sin llanto, sin sonido. Se sentía avergonzado de su condición. No quería salir a la calle, no quería que nadie le viera así. Hasta que conoció la Asociación de Laringectomizados de Fuenlabrada (ARMAREL). Allí le ayudaron en su viaje por la recuperación, le explicaron cómo podía controlar su respiración para poder hablar a través de la válvula y a dosificar el aliento para no ahogarse. Le enseñaron a volver a vivir.

Encontró una familia dentro de la asociación, gente como él que entendía por lo que estaba pasando, se ponían en su lugar y lo apoyaba en todo. Cuando logró recuperarse y encontrar una nueva voz decidió canalizar su experiencia. Desde la asociación trabaja junto a sus compañeros para encontrar nuevas oportunidades y ayudar a otros hasta en los momentos más oscuros.

La vida con cáncer de mama

El médico le dio la noticia a solas en una fría consulta del hospital. “En ese momento te derrumbas, no te lo esperas”, dice Begoña Naranjo. No sabía cómo reaccionar, sólo podía pensar en salir de la consulta. Escapar, huir. Vagó sin rumbo por los alrededores del hospital hasta que pudo digerir la noticia. A Begoña Naranjo le detectaron un cáncer de mama en un estado avanzado cuando tenía 36 años. Su hija de cuatro años y su trabajo como peluquera fueron sus anclas para no dejarse llevar por la enfermedad. Se forzó a ser todo lo positiva que podía, se forzó a no dejar de trabajar en la peluquería, se forzó a no derrumbarse. Nadie espera un cáncer de mama a una edad tan temprana. En España el programa de detección está enfocado a mujeres mayores de 50 años. En la familia de Begoña, ella fue el único caso hasta muchos años después. Por suerte, el cáncer de mama es el más investigado en España y los tratamientos han avanzado y mejorado desde que se lo detectaron hace veinte años. “Las quimios y las radios no son tan agresivas —afirma—, hay más información y la enfermedad está más estudiada”.

Begoña Naranjo aceptó la enfermedad. No la ocultó a nadie en la peluquería, todo el mundo lo supo. Era un negocio familiar en el que llevaba trabajando desde los 14 años, una responsabilidad a la que no iba a renunciar. Siguió trabajando todo lo que el cáncer le permitía. Se notaba más débil, de peor humor, con vómitos constantes. “Pero —recuerda— realmente es cuando se te cae el pelo cuando dices vale. Es que de verdad estoy enferma”. Intentó pasar mucho tiempo en el parque, en el campo. Caminó, caminó y caminó, como cuando recibió la noticia en el hospital. La naturaleza y el ejercicio le hacían bien. Cuidaba su alimentación todo lo que podía. Caminaba para no pensar y para no venirse abajo. El cáncer no acabaría con ella. El apoyo de su entorno familiar fue clave: cuidaban de su hija cuando le fallaban las fuerzas, su hermana la cubría en el trabajo cuando ya no daba más de sí. “Te das cuenta de la gente que tienes y la que no, la gente que se va”, afirma.

Diez años después de que le detectaron la enfermedad, decidió colaborar en la Asociación Española Contra el Cáncer (AECC). “Yo lo había vivido y veía perfectamente las necesidades que las enfermas de cáncer de mama tienen —dice—. Sé lo que es pasar esos miedos, esas angustias, esa no aceptación, tener esos días de bajón”. Begoña ha intentado transmitir todo el conocimiento que ha conseguido tanto en su trabajo de esteticista como en su vida como enferma de cáncer: cómo colocar los pañuelos cuando se cae el pelo, cómo y qué tipo de maquillaje hay que usar, cómo cuidar la piel o la forma correcta de cuidar una peluca. Esos pequeños detalles que ayudan a construir una vida plena. 

La vida con fibromialgia y síndrome de fatiga crónica

El síndrome del aceite de colza causó cinco mil muertes durante la década de los ochenta y dejó secuelas a veinte mil personas que perduran a día de hoy en España. Magdalena Pascua es una de ellas. A raíz de esta intoxicación alimentaria comenzó a sufrir dolores constantes en todo el cuerpo. Eran los síntomas de una fibromialgia especialmente agresiva que le afectaba a los músculos. Con un niño de apenas un año de edad y embarazada del segundo, la joven Magdalena de 24 años se encontró frente al abismo. Sus músculos y huesos no eran los de una persona de su edad y la medicación para intentar controlar la enfermedad solo empeoró la situación. “En quince días pasé de pesar cuarenta y cinco kilos a ochenta”, recuerda. Los avances médicos han sido lentos, las terapias y los medicamentos han mejorado, pero la enfermedad sigue sin tener cura. 

Magdalena nunca ha sido de las que se rinden, ni de las que pueden permanecer quietas. En cuanto pudo ponerle nombre a la enfermedad acudió a la Asociación de Fibromialgia (AFIBROM) en busca de ayuda. “Cuando llegué tenía una depresión de aúpa, pero enseguida me repuse porque la gente que te daba la información te la daba bien y te trataba con cariño —afirma—. Va a hacer veintiún años”. En cuanto encontró las fuerzas comenzó a nadar cinco días a la semana, a hacer estiramientos, a ir al fisioterapeuta. Lo importante era no rendirse y no parar, aunque el propio cuerpo a veces le obligase a detenerse. “Tenía que aprender a vivir con el dolor, a distinguir los dolores de la fibromialgia de los otros dolores”, recuerda. 

Con la fibromialgia convive una diabetes derivada del aceite de colza, operaciones en ambos brazos y en una de las piernas. Las constantes revisiones médicas apenas le dejan tiempo libre para dedicar a la asociación. Cuidar de su familia y sus hijos, pese a que no pueda cargar peso ni subir a los taburetes de la cocina, sigue siendo una de sus obligaciones diarias.  Donde la enfermedad hace más mella es en el día a día. Lo que antes costaba treinta segundos ahora le cuesta dos minutos. Tiene que planear las actividades con antelación, si no la fatiga y los dolores hacen que todo te cueste más. Sin embargo, recientemente, Magdalena ha comenzado a trabajar como auxiliar administrativo, lo que estudió tras conseguir convivir con la enfermedad. Volver a la vida laboral después de veintisiete años ha sido su gran logro personal.

Como Magdalena, Manuela Soriano pensó en un primer momento que el cansancio y la fatiga continua eran por su extenuante jornada laboral. La mejor solución era, sin duda, unas merecidas vacaciones. Pero los días de descanso iban pasando y los síntomas de la fatiga persistían. “No entendía cómo podía estar tan extenuada sin realizar apenas esfuerzo físico”, comenta. Tras incorporarse a su puesto de trabajo y comprobar que se encontraba igual decidió acudir a su médico de cabecera. Comenzó su periplo de visitas a distintos especialistas en traumatología y neurología que realizaban distintos diagnósticos. Descarte tras descarte, Manuela empezó a notar el desgaste. No saber cuál era la causa de aquellos dolores tan intensos estaba acabando con ella. Finalmente, una reumatóloga le proporcionó un diagnóstico certero. Tenía fibromialgia. Algunos la llaman “la enfermedad invisible”, al presentar síntomas imperceptibles para el resto de las personas.

Tanto para Manuela como para Magdalena pertenecer a una asociación ha sido de enorme ayuda para ella. La enfermedad puede pasar desapercibida, pero en la asociación se comparten las mismas ganas de luchar.

La vida con diabetes

Gregorio Yepes lucha día a día desde que le diagnosticaron la diabetes cuando era un jovencito de 18 años. Continuos pinchazos, cambios de dieta constantes, medicamentos a todas horas y los horarios totalmente alterados. La diabetes es una enfermedad crónica que afecta a millones de personas. Todo el mundo la conoce, todo el mundo ha oído hablar de ella, pero vivir con ella es otra historia. Se tiene la impresión de que no es una enfermedad grave. Tediosa, sí, pero que para evitarla sólo se debe cuidar lo que se come y controlar el nivel de azúcar en sangre. Sin embargo, la diabetes puede mostrar una cara oculta si no se trata con cuidado.

Muchos pacientes se acostumbran con el tiempo a los efectos, dan por hecho que, como ya tienen práctica con su nueva rutina, nada malo les va a pasar. Es entonces cuando bajan la guardia y la enfermedad aprovecha para atacar con más fuerza. Gregorio ha visto esto cientos de veces. Por eso, decidió formar parte de la Asociación de Diabéticos de Fuenlabrada (ADF). No solo para ayudar a los demás, sino para mostrarles que el camino a seguir es uno que requiere mucho esfuerzo, pero que no tienen por qué recorrerlo en soledad. “La diabetes es una enfermedad que se puede sobrellevar, pero nunca puedes olvidarte de ella”, afirma Gregorio.

La vida con artritis 

A sus 18 años Esther Chapero se encontraba realizando los exámenes de la Selectividad que le permitirían comenzar sus estudios universitarios de veterinaria. Los nervios de la situación y lo debilitadas que estaban sus defensas por pasar una mononucleosis meses antes le desencadenaron un brote de artritis. Eso, al menos, es lo que le dijeron los médicos. En tan solo un mes no era capaz de tumbarse por un fuerte dolor en el pecho y tenía que dormir sentada. Su madre se encargaba de vestirla, bañarla y darle de comer. No era capaz ni de coger un vaso. Una inflamación severa y muy generalizada había paralizado su cuerpo al completo. Que los síntomas diesen la cara tan pronto permitió diagnosticarlos como una enfermedad autoinmune y ponerle un tratamiento para intentar frenar su avance. 

Los sueños de ser veterinaria se fueron al garete. La nota de la Selectividad fue mala. “No podía ni escribir, ni dormir, ni estudiar ni nada”, se lamenta. Además, ya no se veía con fuerzas para desempeñar un trabajo como el que había elegido. Pensó en alguna actividad que fuese más sencilla. “En mi mente de 18 años —recuerda— pensé, pues algo así facilito, maestra, que estás sentada ahí, te traen cosas los niños, mandas los deberes, les dices que vayan a la página tal”. Pero al tener el sistema autoinmune afectado, estaba constantemente enferma y cada infección era un nuevo brote de artritis. Los tratamientos han avanzado enormemente desde que le detectaron la enfermedad hace veinticinco años. De inmunosupresores y corticoides se ha pasado a terapias de ingeniería molecular muy avanzadas con dianas terapéuticas mucho más efectivas para el control de la enfermedad. Pero siguen siendo “tratamientos de control”. La cura sigue sin llegar.

Los comienzos de la enfermedad fueron un infierno. Sueños frustrados, perder la independencia, la actividad física, el dolor constante en el cuerpo. La tortura era mental y física a partes iguales. La ayuda psicológica fue clave para sobrellevar la enfermedad y superarla, aunque los síntomas y las revisiones médicas sean compañeros de viaje para toda la vida. Pese a la artritis, la pasión por los animales y la naturaleza siguen presentes en la vida de Esther. “Adoro caminar por el campo  y hago fotografía de naturaleza de modo amateur —afirma—. La actividad física me ayuda a tener mejor control”. La asociación a la que pertenece, Conartritis Fuenlabrada, fue y es un refugio para ella. “Me ayudó a nivel cognitivo, a nivel psicológico, a nivel emocional —añade con emoción—. Yo creo que en esta vida todos debemos tener el objetivo de ser lo más felices posibles y a mí la asociación me ayudó a ser más feliz”.

La vida con trastornos de personalidad y trastornos mentales graves

En la sala de espera, los adolescentes y sus familias aguardan nerviosos su turno. En la consulta los psicólogos Nicolás Luengo y Samira Díaz terminan otra sesión. Llevan años trabajando y dedicando gran parte de sus esfuerzos a ayudar a estos jóvenes a lidiar con sus problemas emocionales en la asociación para el Tratamiento y el Estudio de los Problemas de Personalidad (ATEPP). Cada día es diferente en la consulta de estos psicólogos. Un nuevo paciente, un nuevo desafío. Su habilidad y experiencia son piezas fundamentales en la recuperación de los pacientes. Los trastornos de personalidad son una de las áreas más complejas y desafiantes para los profesionales de la salud mental, afectan a un gran número de adolescentes y requieren un enfoque muy específico para su tratamiento.

Dentro de la consulta la tarea más importante es “establecer un vínculo de confianza con el paciente”, algo esencial para que el tratamiento tenga éxito. Los psicólogos escuchan y exploran los pensamientos y sentimientos de sus pacientes, tratando de encontrar patrones y causas subyacentes a los problemas que enfrentan. Lo más importante es hacer sentir al adolescente que no está solo, que lo que le ocurre tiene solución y que no es diferente a cualquier otra persona. Muchas veces, Nicolás y Samira se ven desbordados: familias problemáticas, situaciones de abandono, drogadicción… Cada caso tiene un trasfondo más complicado que el anterior y los recursos son limitados.

Su trabajo va más allá del trato directo con los pacientes, también colaboran con los padres y cuidadores de los jóvenes para garantizar que tengan un sistema de apoyo sólido en su vida diaria. Trabajar con trastornos límites de personalidad (TLP) es una labor intensa y en ocasiones agotadora, pero, según afirman los psicólogos, es también increíblemente gratificante cuando se observan mejoras en su calidad de vida y su bienestar emocional. Los TLP se manifiestan en forma de cambios de humor extremos, impulsividad y autolesiones. Sumado a lo complicado que es la adolescencia hace que el esfuerzo que sea inmenso. Pero para Nicolas y Samira todo vale la pena cuando los pacientes salen con un diagnóstico en la mano y una pauta de ayudas en la otra.

Como ellos, Laura Ruiz también es psicóloga. Ella trabaja en la Asociación Salud y Alternativas de Vida de Fuenlabrada (ASAV). Comenzó la carrera sin tener claro dónde se metía, solo sabía que quería ayudar a los demás. En la asociación se intenta dar un lugar seguro y acompañamiento a personas diagnosticadas con Trastorno Mental Grave mediante talleres ocupacionales, donde desarrollan su creatividad y mejoran los procesos cognitivos, la memoria y las emociones. La ausencia de recursos destinados a personas con esquizofrenia, trastorno bipolar y trastorno grave de personalidad, entre muchos otros, hace que las asociaciones se conviertan en un pilar para la supervivencia de estas personas. “La ansiedad y la depresión son dos palabras que están muy presentes en la realidad actual, pero los diagnósticos más graves siguen rodeados de estigmas”, afirma Laura.

Laura trata con personas como Alberto y Luís. Ninguno de los dos quiere dar su verdadero nombre. Alberto llegó a la asociación a través de internet. Cuando murieron sus padres, tuvo que encargarse de su hermana, diagnosticada con discapacidad intelectual, y poco a poco se fue aislando. La asociación le ha ayudado a relacionarse y tener aficiones nuevas. Para Alberto, la ayuda pública de los especialistas es muy tardía y escasa. “Salvo algunos grupos políticos con ideas más avanzadas —afirma—, no se le da importancia a la salud mental ni se destinan los recursos económicos necesarios”. Alberto apela a la sociedad con un mensaje claro: “si ves que una persona es un poco extraña o hace cosas raras hay que empatizar con él y entender que tiene una enfermedad. La sociedad a veces se confunde y las autoridades también”. Luis también prefiere mantenerse en el anonimato. Con 36 años cayó en una fuerte depresión de la que aún se está recuperando. Él, al igual que Alberto, cree que lo más importante es no estigmatizar las enfermedades de salud mental. “No hay que decirles que no pueden hacer nada porque sí que pueden —dice—,cada uno en su medida y, en muchas ocasiones, lo pueden hacer incluso mejor”. 

La figura del voluntario se hace indispensable para que la asociación funcione bien. Manuel, integrador social, tiene un taller donde enseña la técnica de Tiffany, un método para trabajar el vidrio. Esto les posibilita interrelacionarse y mejorar la psicomotricidad fina y gruesa. A Juani  le llena ayudar a los demás y darles compañía. Es una mujer alegre e ingeniosa, maestra voluntaria de costura. En una sala del local de la asociación llena de hilos, telas y diseños. Juani escucha pacientemente a las personas con problemas de salud mental que poco a poco abren su corazón.

Las enfermedades mentales son crueles tanto para quienes las sufren, como para el círculo familiar más cercano. Rosa, una mujer de edad avanzada, también desde el anonimato, cuenta entre lágrimas que ya con 27 años tenía tres hijas. La mediana padece una enfermedad mental grave. Tiene el título de auxiliar de jardín de infancia y auxiliar de geriatría, pero no ha sido capaz de hacer ningún trabajo. Ahora se encuentra en una residencia donde pueden ofrecerle todos los cuidados. Rosa afirma que “los enfermos de salud mental padecen la peor de las enfermedades y sobreviven gracias a las asociaciones y no a la política, que no proporcionan la ayuda que deberían”. Lo mismo piensa Inés, una mujer enérgica y sin pelos en la lengua, su hijo tiene una patología compleja para la que los tratamientos no terminan de funcionar. Piensa que la política está para ayudar, ser útil y tener en cuenta a los enfermos. “Tienen que querer al pueblo, tienen que querer a la gente”, dice. Gracias a la asociación, se siente menos agotada a la hora de cuidar de su hijo. “Es un oasis, un punto y aparte”, afirma. Piensa que nadie está a salvo de las enfermedades mentales. “Las patologías mentales son como la casa del jabonero, el que no cae resbala —añade—. Y tú no sabes en qué momento de tu vida te estarás encontrando con una depresión simple o una depresión a caballo”.

La vida con la enfermedad de Parkinson

Isabel es una mujer animada, interesada en cuidar de los demás. En 2009 comenzó a notar que había algo raro con sus piernas. Se le ponían rígidas como palos y experimentaba un extraño dolor por todo el cuerpo. La enviaron a una Unidad de Dolor, pero tras meses y meses de exámenes médicos no lograron un diagnóstico certero. Siete años después, con 65 años, decidieron derivarla al neurólogo. Ella ya había normalizado el dolor. Se acuerda perfectamente el día en el que el neurólogo le diagnosticó parkinson. “El especialista me hizo salir al pasillo del hospital y caminar —recuerda—. Al entrar nuevamente a consulta me preguntó si me había dado cuenta de que no movía el brazo derecho”. Su cerebro estaba falto de dopamina, uno de los principales indicativos de la enfermedad. Pero pese a todo ya tenía un nombre para tantos años de dolor. 

El parkinson ocupa el segundo lugar de enfermedades degenerativas del sistema nervioso, el primer puesto lo tiene el alzheimer. La enfermedad ataca al cerebro y afecta a la movilidad, pero los enfermos de parkinson no pierden la conciencia como los de alzheimer. Tienen claro todo lo que les ocurre y los rodea. El deterioro se observa en algunos al andar, en otros en la movilidad de los brazos, en ocasiones al hablar o tragar. Los ejercicios suaves para el movimiento, el apoyo de logopedas y la ayuda cognitiva del psicólogo para activar el cerebro son algunas de las maneras de ralentizar la enfermedad.

De las primeras cosas que hizo Isabel al recibir el diagnóstico fue buscar una asociación, encontró la Asociación de Parkinson en Fuenlabrada (ASPARFU) situada en el centro de mayores del municipio. Su marido la acompañó en los primeros días y hoy ocupa un papel muy importante en la asociación. Si el parkinson le cambió la vida, pertenecer a una asociación lo hizo aún más. “Si yo no hubiera venido aquí a hacer cualquier movimiento —reconoce—, hoy estaría en una silla de ruedas”. Pese a toda la ayuda recibida, Isabel tiene un 75% de incapacidad y un 9 sobre 10 de desestabilidad. Desde que le diagnosticaron la enfermedad no ha observado un avance en los tratamientos. Al contrario, se han quedado parados.

Cuando sale de su casa o de la asociación, sus lugares seguros, se expone a múltiples complicaciones, que aumentan cuando se enfrenta a la falta de consideración. La gente no sabe lo que es el parkinson, afirma.  Hasta que no sufrió un bloqueo en mitad de  un paso de cebra y  los vecinos tuvieron que correr a socorrerla no accedieron a poner una plataforma elevadora en el portal del edificio.

La vida con esclerosis múltiple

La enfermedad mostró los primeros síntomas de manera sutil en el caso de María del Carmen. Un día mientras se duchaba observó que tenía un pie totalmente rojo, como ardiendo. Aunque no le dio importancia comprobó la temperatura del agua y estiró la mano hacia el chorro. Quemaba. Pero era extraño, no podía sentir la temperatura. No le dio mucha importancia. Semanas después empezaron los episodios de ansiedad. “Iba caminando como si estuviera borracha”, recuerda. “Tengo un tumor en el cerebro”, se decía a sí misma. Era la única manera que tenía de explicar lo que estaba pasando. Acudió al neurólogo en busca de ayuda, pero sobre todo de respuestas. Al conocer el diagnóstico de la enfermedad quedó aliviada, por lo menos no era un tumor, era Esclerosis Múltiple, una enfermedad que le obligó a dejar su trabajo como maestra.

La esclerosis múltiple es una enfermedad autoinmune: el sistema inmunológico ataca al sistema nervioso. Dependiendo de la parte que se vea afectada conlleva distintas consecuencias, pero la degeneración del sistema nervioso es la principal en todos los casos. Los tratamientos actuales se basan en inmunosupresores que disminuyen la actividad del sistema inmune, pero no tiene cura. María del Carmen afirma que la solución definitiva solo se puede conseguir con investigación y dinero. “A día de hoy no sé si me voy a volver a trabajar, porque cualquier cosa que hago me cuesta la vida”, reconoce. Ver a una persona de 47 años utilizando un bastón o un andador resulta impactante. A veces las miradas de extrañeza de la gente duelen más que la enfermedad. Cualquier cosa le supone un esfuerzo impresionante. Acudir a la Asociación Fuenlabrada de Esclerosis Múltiple (AFEM) le ha ayudado a normalizar y sobrellevar la enfermedad.

La vida con espondilitis 

A los 14 años Antonio González comenzó a sufrir un intenso dolor en la lumbares. Le siguieron pinchazos que comenzaban en las nalgas y finalizaban en la parte posterior de las rodillas. El diagnóstico tardó en llegar, los síntomas que presentaba podían ser desde lumbalgia hasta una hernia discal. Mientras tanto, Antonio iba a trabajar cada día con sus dolores y sus constantes visitas al médico. “Aunque había días que costaban mucho porque no existían tratamientos para mitigar los dolores”, recuerda. Tras varios años de consultas con el neurólogo sin obtener resultados certeros, lo derivaron a otro especialista, el reumatólogo, que pudo poner nombre a sus dolencias siete años después. La espondilitis es una enfermedad producida por el sistema inmunológico al generar un exceso de defensas que provocan inflamación y dolor, produciendo deformaciones en la columna vertebral. “Tengo toda la columna soldada, lo que se llama caña de bambú”, explica. Las vértebras no se distinguen unas de otras, la movilidad se ve enormemente reducida y los dolores son continuos.

Acudir a la Asociación de Espondilitis de Fuenlabrada (AEEF) supuso un enorme cambio para él. Socializar con personas que sufren la misma enfermedad le ayudó a sobrellevarla mejor. Antes vivía en su mundo, recuerda, y la asociación le ayudó a no encerrarse en su enfermedad. Las actividades que se llevan a cabo en AEEF son imprescindibles para poder tener una buena calidad de vida. La natación o la realización de estiramientos dentro del agua son actividades que se realizan a una temperatura de 35 grados, ya que una temperatura inferior puede provocar dolores y malestar al día siguiente. La fisioterapia o el pilates también se realizan con las adaptaciones pertinentes. Antonio hace hincapié en la necesidad de contar con más ayudas públicas para poder costear los servicios que realiza la asociación. Para ello, añade,  es necesaria una mayor visibilidad de la enfermedad.

La vida con fibrosis quística

El diagnóstico le llegó a Fernando Moreno cuando tenía 18 años cuando se trasladó a Madrid desde un pueblo de Extremadura. En esa época la sintomatología de la fibrosis quística se confundía con otras enfermedades, era una enfermedad desconocida, una enfermedad a la que Fernando tuvo que adaptarse desde el primer momento. Cuando estudiaba la carrera se despertaba varias horas antes que sus compañeros, sobre las cuatro de la madrugada, para realizar ejercicios de fisioterapia y ponerse los aerosoles. «La alimentación es muy importante, especialmente el desayuno, —explica— la enfermedad impide al organismo asimilar correctamente los nutrientes”. 

La fibrosis quística requiere cuidados muy estrictos y puede desembocar en graves problemas de salud si hay dejadez. “Una época complicada es la adolescencia, cuando quieres hacer lo que hacen tus semejantes — afirma Fernando—, salir por la noche y seguir el ritmo de tus amigos”. Es una enfermedad que conlleva un intercambio anormal de sodio y cloro, lo que genera un moco muy espeso que afecta al correcto funcionamiento de los órganos. En los pulmones el moco se va quedando pegado a las paredes pulmonares obstruyendo el paso del aire, por lo que no puede pasar el oxígeno.

A los 28 años Fernando recibió un trasplante de pulmones. “Llegué al hospital del Niño Jesús llegué con 40 kilos y jorobado y consiguieron darle la vuelta al calcetín”, recuerda agradecido. A Fernando le concedieron la incapacidad laboral, dejó de trabajar, pero no de luchar. En cuanto pudo se unió a la Asociación Fibrosis Quística de Fuenlabrada (AMFQ).

Un reportaje de Ainhoa Espada, Sara Hincapié, Eva Gutiérrez y Juanma Díaz

Vídeos Productora Audiovisual Aula FCCOM

Edición de textos Juanma Díaz

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