Manuel Velázquez ha persuadido a varios trabajadores del Teatro Real para poder conocer a Stephen Gary Wozniak, su referente desde la juventud. Lleva bajo el brazo las entrañas del ordenador personal que creó de manera autodidacta allá por los setenta, tan similar a la propuesta del mismo Wozniak. De eso ha pasado veinticinco años. El Teatro Real es una de las paradas que componen el tour por España del ingeniero americano. Wozniak es toda una celebridad desde que en la década de los setenta fundara Apple Inc. junto a Steve Jobs. Para Manuel, no sabe si con razón o sin ella, Wozniak es el personaje relevante de Apple y Jobs, mucho más conocido, un gran relaciones públicas. Está nervioso porque pasan los minutos y no atisba a ver al americano. Un empleado lo ha situado estratégicamente cerca de la puerta por la que se supone que saldría en breve. Mientras aguarda piensa que él mismo, si hubiera conseguido sostén económico, podía haber sido Wozniak o, al menos, la versión española de Wozniak. Los aspavientos del empleado, que se acerca a la carrera, lo traen a la realidad. Wozniak y su séquito de programadores ha salido por un sitio diferente al esperado. Manuel maldice su suerte, pero no se rinde. Sabe que tiene una segunda oportunidad. Wozniak debe asistir a un segundo evento en la Universidad Europea, justo en la que Manuel cursa el Grado de Telecomunicaciones.
En su universidad cuenta con la ventaja de conocer el terreno. Lo asalta en el lugar oportuno. “¡Mr Wozniak, please, I´d like to show you my computer!”, grita mientras le señala el desarrollo informático que lleva consigo para conseguir llamar su atención. Wozniak parece impactado ante una computadora de similares características a su Apple I, con una CPU Moz Technology 6502 a una velocidad de 1.023 MHz, 4 Kb de memoria RAM y puertos para teclado ASCII estándar. Ante la mirada de Manuel, el americano ordena a los miembros del equipo de seguridad que lo dejen acercarse. Lo que pasó a continuación marcaría de por vida al ingeniero español.
El hangar de la Universidad Rey Juan Carlos no se ve a simple vista, se encuentra detrás de una pequeña arboleda, paralelo al resto de edificios que componen el campus de Fuenlabrada. Allí, el profesor Manuel Velázquez ejerce su labor docente con la ilusión de transmitir conocimiento a las nuevas generaciones de ingenieros. Al hangar van a parar las aeronaves cedidas por diversas instituciones, entre las que destacan el antiguo Falcon utilizado por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, o el helicóptero empleado por el monarca, Juan Carlos I. Junto al helicóptero real, el profesor Velázquez habla ante el periodista de su creación de juventud, ese ordenador concebido pocos meses después que el que desarrolló Steve Wozniak en 1976 y transformó el mundo de la comunicación. Recuerda el motivo por el que su desarrollo no proliferó en España. “La falta de apoyo”, dice. Su empeño en mostrar la computadora en ámbitos académicos y empresariales no dio el resultado esperado. Manuel piensa que la historia hubiera sido muy diferente si, como Wozniak, hubiese tenido al lado una figura como Steve Jobs, alguien que supiera valorar, comunicar y vender el proyecto a inversores. Se queja también de que España es un país donde no se aprecia a las mentes que sobresalen e intentan marcar la diferencia. Sobre todo si no poseen títulos oficiales que respalden esas nuevas ideas, como era su caso entonces. Manuel dice que eso lo llevó, décadas más tarde, a estudiar una ingeniería para certificar oficialmente sus conocimientos. Steve Wozniak, que fue expulsado de la Universidad de Colorado por piratear el sistema informático, no necesitó ningún título para que valorasen su trabajo, aunque años más tarde se graduara como ingeniero.
El profesor Velázquez camina hacia el antiguo Falcon del Presidente del Gobierno y se pregunta cómo hubiera cambiado su historia si en España se hubiera avalado su proyecto. Esboza una sonrisa, acaricia el metal del avión y piensa en su encuentro con Wozniak hace veinticinco años. Parece verlo de nuevo en la Universidad Europea. A Wozniak, ordenando a su séquito que lo dejara pasar. “Probablemente sería rico y famoso”, dice.
Hace veinticinco años, Wozniak lo miró a los ojos en aquella sala de la universidad Europea. A Manuel le tiembla en las manos su proyecto informático. Le muestra a Wozniak una por una las fecha anotadas en cada una de las piezas para recalcar la época de su composición, muy próxima a la creación de Apple I. El célebre ingeniero americano asentía entusiasmado, reconociendo el adaptador de tarjeta CFFA1-CF o la placa base con más de 60 chips. La conversación fugaz con Wozniak era el instante que llevaba imaginando veinticinco años. Un instante en el que percibió toda la admiración y el entusiasmo que tanto había ansiado. Antes de despedirse, se acercó a uno de los ayudantes del americano. “¿Nos puedes tomar una foto con mi móvil?”, le dijo. Necesitaba tener un recuerdo que inmortalizara el encuentro. El ayudante tomó el móvil mientras Manuel mostraba orgulloso su computadora al lado de su referente.
Poco después, Manuel se encontraba intercambiando impresiones con sus compañeros cuando uno de sus profesores se acercó y le dijo que Wozniak había preguntado por él. Se dirigió a la zona exterior de la universidad a buscarlo. Lo divisó rodeado de cámaras de televisión. “¡Wozniak, soy yo!”, le gritó entre la marabunta de medios de comunicación. El ingeniero americano se giró buscándole con la mirada y rápidamente se hizo paso para entregarle su tarjeta personal de contacto. Años más tarde, cuando realizó su proyecto final de carrera, Manuel utilizo los datos de la tarjeta para pedirle un prólogo. No sabía si Wozniak iba a acordarse de él. Un día, al abrir la bandeja de correo, se quedó estupefacto. Había un mensaje que se convirtió en parte del prólogo de su trabajo.
En el hangar de la Universidad Rey Juan Carlos, el profesor Velázquez le muestra de nuevo la pantalla de su móvil a la periodista. Ahí está. La foto. Ahí está Wozniak, sonriendo a su lado, como si se conocieran de toda la vida. Para Manuel Velázquez no es una simple foto.

Un reportaje de Eva Gutiérrez





Deja un comentario