En Ventura Rodríguez, frente al hotel Meliá, se encuentra el convento de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret. Su capilla, envuelta en penumbra, se extiende a lo largo de varias filas de bancos con solo un par de ventanas angostas que permiten a los rayos de sol colarse en el recinto. Los asistentes toman asiento poco a poco, conversando entre ellos en susurros. Las paredes blancas repletas de estatuas parecen ofrecer cobijo a los feligreses que acuden a la misa. A la derecha está el imponente busto de San Manuel González, el fundador de la congregación, que se yergue con gesto solemne. Al frente, el retablo de la Sagrada Familia al completo escudriña a todos los fieles de la capilla desde lo más alto del altar.

Las primeras filas de bancos ya están ocupadas por las monjas eucarísticas, que están a punto de dar comienzo a la oración del día. Pero no son libros de oraciones ni cuadernos lo que sacan. De hecho, los asientos que aún guardan el libreto de rezos son contados. En su lugar, una a una, las monjas extraen sus móviles de los bolsillos de las faldas y jerséis. Todas, casi al mismo tiempo, abren una aplicación y automáticamente la oración del día aparece en sus pantallas.

Ahora sí, el murmullo de la sala cesa de inmediato. La dulce y grave melodía de las voces de las monjas es el único sonido que se escucha en la capilla mientras fijan la mirada en sus teléfonos móviles y recitan el rezo.

***

Me propuse conocer a esta congregación de monjas y su estrecha relación con la tecnología. Quería saber más de la aplicación que usan para leer las oraciones, así que me presenté en Ventura Rodríguez con la esperanza de hablar con la madre superiora.

Las puertas de la verja negra de la entrada custodian un pequeño hall de suelo de mármol naranja y paredes amarillas, con una puerta de madera en el centro y dos a los lados. A la derecha hay un telefonillo. En cuanto llamo, se abre el visor de la puerta.

—¿Sí?

—Soy Ainhoa. He venido para la entrevista con la madre superiora.

—¡Ah, sí! Bienvenida, pasa por aquí.

Me recibe la sonrisa nerviosa de una de las monjas, que me acompaña hasta una salita de estar para esperar allí a la madre superiora que está terminando una reunión. Miro a mi alrededor. En la sala hay dos sillones a la izquierda y un sofá a la derecha. Entre medias hay una mesa con varios ejemplares de las dos revistas religiosas que edita la congregación. Mientras espero, saco mi cuaderno y mi bolígrafo para la entrevista, y hojeo un poco las revistas. La primera es infantil, con varios dibujos e instrucciones de manualidades para que los niños hagan en casa. En cambio, la segunda es un diario de actualidad religiosa.

Una voz irrumpe en el silencio de la estancia: “Hola, ¿eres Ainhoa?” La voz, amable y melódica, resuena entre las paredes de la habitación. En el marco de la puerta aparece una mujer vestida con un jersey gris, una larga falda azul marino y unos zapatos cerrados negros. Sus ojos se arrugan en las esquinas por la sonrisa que adorna su rostro.

—Soy Mónica. Encantada de conocerte al fin. Ven conmigo a un despacho, que estaremos más cómodas.

La madre superiora me guía a un cuarto contiguo, que hace de sala de reuniones. Nos sentamos en la gran mesa ovalada, una frente a la otra, mientras sostengo el cuaderno y el bolígrafo. Ella se percata de lo que estoy haciendo y me dice lo mucho que le llama la atención, ya que poca gente joven y estudiante se aferra todavía al papel en vez de a la tecnología. Le confieso que escribir las cosas me ayuda a organizarme y a aclarar las ideas. “Yo prefiero usar el móvil porque me resulta más práctico”, afirma sin complejos.

Es el momento perfecto para hablar de la aplicación informática que motivó esta entrevista. Le pregunto en qué consiste, cómo se creó y de quién fue la idea. La madre superiora se encoge de hombros y revela que ella misma creó la aplicación desde cero. Su humildad me deja asombrada, aunque ella lo dice como si no fuera nada especial. Añade que la idea de la aplicación se la dieron sus propias compañeras: varias de las monjas se olvidaban a menudo el libreto de oraciones y sin él es imposible aprenderse de memoria los rezos específicos para cada misa, pero de lo que nunca se olvidaban —recuerda— era del teléfono móvil. Decidió tomar cartas en el asunto y creó la aplicación para móviles con un programa informático que recoge el libreto de oraciones que ahora utilizan todas las hermanas para sus sesiones diarias de rezos.

Cuando le pregunto qué pensaron sus compañeras, deja escapar una risa mientras me explica que el proceso de aceptación fue duro, pero exitoso. Al comienzo, muchas se mostraban reticentes a usar la aplicación. Que tuvieran móviles no significaba que confiaran del todo en el mundo digital y sus misterios. Al fin y al cabo, usar el móvil para llamar a la familia o consultar las noticias es una cosa; meterse en internet a descargar archivos es otra muy distinta. Era necesario que dieran un salto de fe, uno muy diferente al que dieron hace tantos años atrás cuando decidieron convertirse en monjas.

No fue hasta que las hermanas más modernas dieron el primer paso y se habituaron a usar la aplicación cuando las demás, poco a poco, se unieron a ellas. Me cuenta que casi todas están encantadas con la aplicación y la usan a diario. Y no solo eso, sino que le están pidiendo que diseñe otra aplicación. Una que va a contener las letras y partituras del cancionero. “Al final vieron las bondades de la tecnología y se adaptaron —dice—. Ahora le damos al móvil muchos usos. Tenemos un grupo de WhatsApp para mandarnos las fotos y contarnos las actualizaciones de cada casa. Tenemos hasta listas de difusión”.

Saca el móvil del bolsillo de su falda y abre la aplicación. Aparece primero una pantalla en blanco, pero pronto comienzan a mostrarse varios iconos azules, cada uno representando un símbolo diferente.

—¿Los dibujos también los hizo usted?

—No, qué va. Algunos ya venían predeterminados en la web que usé para crear el código de la aplicación. Pero otros me los hicieron algunas monjas de aquí. Tenemos compañeras muy talentosas que me ayudaron con el diseño de los iconos.

—¿Y ya conocía algo de programar una aplicación de móvil o ha sido autodidacta?

—No sabía nada. Había visto alguna cosa en la carrera, pero nada de este nivel. Aunque una vez me puse vi que tampoco era tan difícil. Sobre todo, porque en internet hay páginas que te explican cómo hacerlo paso a paso.

***

Desde pequeña a Mónica Yuan Cordiviola le gustaron los números antes que las letras. Dice que para ella cada uno tiene un carácter diferente: “Por ejemplo, el ocho me parece un número afable, pero el tres tiene un carácter más ácido”. Quizá esto fue lo que la llevó a estudiar una ingeniería eléctrica cuando terminó el instituto. “Pero —añade— yo ya llevaba un tiempo pensando en el rumbo que estaba tomando mi vida. Y un día sentí la llamada de Dios. Me dijo que yo pertenecía a otro sitio, que tenía que estar en otro lugar”.

—¿Averiguó qué lugar era ese?

—Paseando por las calles de Buenos Aires pasé frente al convento de Monjas Eucarísticas de Nazaret. Entonces lo supe. Sentí que pertenecía a ese sitio. Ya no estaba desubicada en la vida. Me sentí realizada.

La joven Mónica se unió de inmediato a la congregación, en la que hizo el postulado y el noviciado. Enseguida destacó por sus cualidades y su ferviente devoción y se ganó el traslado a Roma, donde las misioneras cursan estudios teológicos. Poco después sus superiores la trasladaron a Madrid, donde ya lleva afincada veinte años, para que formara parte de la sede principal.

—¿Cómo fue esto de venirse a Madrid? ¿Qué le pidieron que hiciera?

—La congregación tenía dos revistas, Ríe y El Granito de Arena, y estaban buscando a alguien que ayudara con su edición. En mí vieron que sabía manejar un poco los ordenadores y me pusieron a cargo de las revistas, aunque yo no había estudiado nada de eso todavía.

A partir de aquí sintió que vivía una segunda revelación. La comunicación pasó de ser un trabajo a convertirse en una pasión. Tanto es así que comenzó a estudiar en el CEU San Pablo el doble grado de Periodismo y Comunicación Audiovisual. “Los dos últimos años de carrera estuve trabajando con una beca de pregrado —recuerda—. Eran cuatro horas a la semana y tenía que ayudar a los profesores a dar clase. La verdad es que me gustó mucho la experiencia. Cuando me gradué los profesores me animaron a seguir estudiando el doctorado. Yo creo que me vieron ilusionada”. Sin embargo, sopesó si continuar con un doctorado era realmente lo que quería. Me cuenta que hasta entonces había podido aunar las dos facetas de su vida: la fe y los estudios de comunicación. Pero llevar sus estudios a un nuevo nivel implicaba tener menos tiempo para atender a los asuntos de la congregación. “Al final me vi capaz de seguir con las dos cosas —dice—. Vi una relación muy clara. Para una misionera es muy importante saber comunicar. Hay que saber llegar a la gente y transmitir el mensaje de Dios”.

—¿Qué tal se llevaba con sus alumnos?

—Al principio, algunos se quedaban un poco sorprendidos al ver que era una monja. Como diciendo ¿qué me va a enseñar una monja de tecnología? Pero luego veían que era una profesora más y continuaban como si nada.

Mónica Yuan Cordiviola, la madre superiora del convento de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret, se levanta de su asiento. Se ofrece a enseñarme el resto de la casa de la congregación y a mostrarme las revistas. No le digo que ya las vi a la entrada. Recojo mi cuaderno y bolígrafo y la sigo.

***

Salimos de su despacho, el último lugar que me enseña de la congregación, y nos dirigimos a la salida. Mientras caminamos por el pasillo me habla de sus compañeros profesores, de lo gratificante que le resulta la enseñanza, de los cursos de innovación docente que imparte en verano, de todos los proyectos que hace que aúnan fe, comunicación y tecnología…

Antes de despedirnos, miro a la mujer frente a mí, monja y doctora en comunicación hecha a sí misma, pero que no hace tanto tiempo era una joven desubicada buscando su lugar en el mundo. “¿Crees que tomaste el camino correcto?”, le pregunto. Ella me sonríe y me contesta: “Me entusiasma todo lo que hago. Ahora mismo mi vida está plena”.

Un reportaje de Ainhoa Espada

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